Por Guillermo Cides
Fibonacci espió a la naturaleza para descifrar su belleza y entendió una sucesión matemática, una progresión que -según se comprobó más tarde- utiliza la vida misma para crear desde caracoles hasta hojas, desde humanos hasta el universo. La belleza de las cosas está en su distancia perfecta y armónica, en su progresión aritmética y en la combinación de las mismas. Los artistas no tenemos un don. Solo somos perfectos matemáticos de la belleza. Cuando las personas disfrutan de la música o de algún texto, en realidad están sintiendo la percepción de las distancias. Como músico que hace música, no son mis distancias. Son las distancias universales. El espacio entre una nota y otra, la distancia entre las frecuencias de sonidos que llegan al oido, los espacios entre los verbos y adjetivos en una frase espontánea, las proporciones y disposiciones de los cuerpos en una foto, no son más que eso. Solo captamos el orden y lo transformamos en obras de arte, canciones o verbos. Nos gustamos en realidad, a nosotros mismos, a la progresión de nuestra existencia, al resumen que hacemos al final del caracol de la vida cuando ya podemos contemplar casi la totalidad de ella. Entonces nos maravillamos de Bach, del amor perfecto y de lo que llamamos Dios. Cuando vamos a un concierto, nos vemos reflejados a nosotros mismos en esas notas porque sus distancias son las nuestras. Vamos a los conciertos para vernos reconstruidos en canciones. Y a los museos para vernos dibujados en un paisaje. Amamos ese orden incluso en la música punk pues con su caos organizado genera un ciclo perfecto de destrucción y re-creación. Por eso escribo, hago música y escuchó todo lo que llega a mis oídos: porque busco instintivamente a Fibonacci en cada cosa. Voy con esa regla de medir llamada alma y busco -buscamos, me gusta creer- desesperadamente que las cosas encajen en una medición perfecta y bella.
fn=fn-1+fn-2
G.C.