Por Guillermo Cides
El silencio de los girasoles.
El susurro del aire al oido.
El lento llenarse de los cuencos en la lluvia.
Una sonrisa.
El sol de invierno en la cara.
El momento de la película en que se vuelven a encontrar.
Tu hija diciendo que te quiere.
Cada hoja y esa canción.
Tu amigo riéndose contigo.
Despertar en calma.
La hora antes de ir a esa fiesta.
Tu mano en la tierra del jardín.
Por fin ha llegado.
Saber que aun hay tiempo.
El agua.
Volver tranquilo.
Un gato que te quiere.
Decir gracias, sin vergüenza.
El momento en que llegas al destino.
Descubrir que nadie puede hacerte daño.
Nadar.
Beber.
Saber que ayudaste.
Hacer el amor con felicidad.
Eso es todo lo que hacemos y para lo que hemos nacido: para capturar la belleza con un atrapador de bellezas que no existe.
Para verla con el ojo invisible que se abre un segundo y se cierra para dejar fijo ese momento. Imborrable. Fugaz.
Para eso vinimos, para capturar la belleza que se nos escapa entre los dedos de agua.
Sin eso, no vale la pena.
Sin eso seríamos solo el ojo. La cámara.
La cama, la indiferencia, la copa, la piscina.
Seriamos el arma, la ruta, irse, una correa.
Quedarse, la sed, el reloj, un timbre y un guante.
Nos aburriríamos. Dormidos. Enojados, sin hojas ni canciones.
Seriamos silencio, desencuentro. Sombra y sombríos.
Nos ahogaríamos, sin escuchar nunca a los girasoles.
G.C.