Por Guillermo Cides
En ésta ultima época, se han marchado varios. Pero es cuestión de edad: cuando crecemos, empezamos a morir y vemos como otros mueren también. No es una tragedia en realidad, es “ley de vida” como dicen aquí en España. A medida que te transformas en un navegante sabio y mientras más dominas el mar, él tiene un final único y -desde algún punto de vista- honroso para ti. Ayer vi un anuncio que ponía que 1 hora de ejercicio diario permitía vivir algunos años mas. Me quedé pensando “¿para qué?” ¿Cual es el sentido de estirar el tiempo que indefectiblemente se acabará? Diferente hubiera sido si el anuncio dijera “haga ejercicio 1 hora al día y será mas feliz”. El anuncio expresa, sin saberlo, un temor filosófico torpemente escondido desesperadamente en ejercicios de piernas y brazos. Y cuando se va gente valiosa como Patané o Grinsberg o Emmett Chapman, no me pregunto si hicieron ejercicios 1 hora al día. Me pregunto si fueron felices. Si hicieron felices a otros, si dejaron un legado que valga la pena.
En definitiva: si cambiaron el mundo.
Pero cambiar el mundo implica necesariamente vencer el odio. Y es curioso que cuando envejeces, perdonas. Lo haces porque te da igual. Porque el odio en su esencia mas profunda está hecho de humo, pende de un hilo y es muy fácil cortarlo en la vejez. Porque ya no te importa. Y esa falta de atención hacia lo que odiamos desaparece para siempre -me gusta creer- hacia el último minuto de tu vida. Cuando vemos la luz final, me gusta pensar que no es la luz de un cielo, sino la luz del perdón y del amor. Perdonas tanto a todos y a todo, que detrás del odio hay luz. Y no necesito el telescopio James Webb para saber eso.
Brindo entonces por éstos intrépidos, aquellas necesarias personas que nos ayudan a recordar que este es un viaje simple, que no hay muertes mejores que otras sino vidas que valen la pena. Como la tuya y la mía, por ejemplo.
G.C.